01 mayo 2012

Palabra de vida - Mayo 2012

“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, 
¡Y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” 

 (Lc, 12,49) 

Buscando una imagen para ilustrar esta palabra del Evangelio había elegido un cielo medio tormentoso, que con un filtro rojo daba esta sensación de fuego abrasador, pero no me convencía.
Estaba en eso cuando recordé algunas fotos que había hecho en la Semana Mundo Unido del 2007 y encontré está, que me parece que expresa mejor una de las invitaciones que nos hace la palabra, porque muestra ese fuego hecho amor que arde en el corazón de tantos que caminan a nuestro lado y nos ayudan a dar los pasos para ponernos juntos en camino.


En el Antiguo Testamento el fuego simboliza la Palabra de Dios pronunciada por el profeta. Pero también el juicio divino que purifica a su pueblo, al pasar en medio de él. 
Así es la Palabra de Jesús: ella construye, pero al mismo tiempo destruye lo que no tiene consistencia, lo que debe caer, lo que es vanidad y deja en pie sólo la verdad. 

Juan Bautista había dicho: “Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”, preanunciando el bautismo cristiano inaugurado el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo y la aparición de lenguas de fuego. 
Es la misión de Jesús: arrojar fuego sobre la tierra, traer al Espíritu Santo con su fuerza renovadora y purificadora. 
Jesús nos dona el Espíritu. Pero, ¿de qué manera actúa el Espíritu Santo? 
Lo hace difundiendo en nosotros el amor. Ese amor que nosotros, por deseo suyo, tenemos que mantener encendido en nuestros corazones. 
¿Y cómo es este amor? 
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal como el del Padre celestial, que hace llover o brillar el sol sobre todos, buenos y malos, incluso sobre los enemigos. 
Se trata de un amor que no espera nada de los demás, sino que toma siempre la iniciativa, que es el primero en amar. 
Un amor que “se hace uno” con cada persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa y espera con ella. Y, si es necesario, lo hace concretamente, en los hechos. Por lo tanto, un amor no simplemente sentimental, no sólo de palabra. 
Un amor por el que se ama a Cristo en el hermano y en la hermana, recordando que “lo hicieron conmigo”. 
Incluso es un amor que tiende hacia la reciprocidad, a realizar con los demás el amor recíproco. 
Es ese amor que, al ser expresión visible y concreta de nuestra vida evangélica, subraya y le da valor a la palabra que luego podremos (y deberemos) ofrecer para evangelizar. 
El amor es como un fuego, y lo importante es que permanezca encendido. Y para ello es necesario siempre quemar algo. Sobre todo nuestro yo egoísta, porque al amar estamos completamente proyectados hacia lo alto: hacia Dios, realizando su voluntad, o hacia el prójimo, ayudándolo. 
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, puede convertirse en un gran incendio si es alimentado. El incendio de amor, de paz, de fraternidad universal que Jesús trajo a la tierra. 

Chiara Lubich

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