“Es justo que haya fiesta y alegría,
porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado”
(Lc 15.32)
Esta frase se encuentra al final de la parábola del hijo
pródigo, la del hijo arrepentido y perdonado, ciertamente conocida, que quiere
manifestar la grandeza de la misericordia divina. Concluye todo un capítulo del
evangelio de Lucas en el que Jesús narra otras dos parábolas para ilustrar el
mismo argumento.
¿Recuerdas el episodio de la oveja
perdida, a la que su dueño sale a buscar, dejando solas a las otras noventa y
nueve en el desierto?
¿Recuerdas también la narración
sobre la moneda perdida (dracma) y la alegría de la mujer que, al encontrarla,
llama a sus amigas y vecinas para que se alegren con ella?
Estas palabras son una invitación
que Dios nos dirige a todos los cristianos para gozar con él y festejar su
alegría por el regreso del hombre pecador que se había perdido y que luego es
reencontrado. Y estas palabras de la parábola están pronunciadas por el padre a
su hijo mayor, con quien había compartido toda su vida, pero que después de un
día de duro trabajo no quiere entrar en la casa donde se festeja el regreso de
su hermano.
El padre va al encuentro del hijo fiel, tal como lo había
hecho con el hijo perdido, y trata de convencerlo. Pero es evidente el contraste
entre lo que sienten el padre y el hijo mayor: el padre, con un amor sin medida
e inmensa alegría, querría que todos compartieran sus sentimientos; el hijo
está lleno de desprecio y de celos para con su hermano, al que no reconoce como
tal. En efecto, refiriéndose a él, dice: “Ese hijo tuyo ha vuelto después de
haber gastado tus bienes”.
El amor y la alegría del padre para
con el hijo que ha vuelto pone más de relieve el rencor del otro, sentimiento que evidencia una relación fría y, hasta podría decirse,
falsa para con el padre. A este hijo le preocupa el trabajo, el cumplimiento de
su deber, pero no ama a su padre como un hijo. Se diría más bien que lo obedece
como a un patrón.
Con estas palabras, Jesús denuncia un peligro en el que también
nosotros podemos caer: el de una vida transitada para ser una persona correcta,
en busca de la perfección, juzgando a los hermanos menos ejemplares. En efecto,
si uno está “apegado” a la perfección, se llena de sí mismo, de admiración por
la propia persona. Y estamos tentados de actuar como el hijo que quedó en casa,
enumerándole al padre los propios méritos: “Hace tantos años que te sirvo, sin
haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes”.
Con estas palabras, Jesús se enfrenta con la actitud de
quien entiende la relación con Dios sólo desde el cumplimiento de los mandamientos.
Pero no basta. También la tradición judía es consciente de esto.
En esta parábola, Jesús pone de relieve el amor divino mostrando
que Dios, que es Amor, da el primer paso hacia el hombre sin considerar si él
lo merece o no, porque quiere que el hombre se abra a él para establecer una
auténtica comunión de vida. Naturalmente, el mayor obstáculo a Dios-Amor es
precisamente la vida de quienes acumulan acciones, obras, cuando Dios querría
su corazón.
Con estas palabras Jesús nos invita a
tener, con respecto al pecador, el mismo amor sin medida que el Padre tiene por
él. Jesús nos llama a no juzgar según nuestra medida el amor que el Padre
experimenta por cualquier persona. Al invitar al hijo mayor a compartir su
alegría por el hijo reencontrado, el Padre nos pide un cambio de mentalidad:
debemos acoger como hermanos y hermanas a todos los hombres y mujeres que
podrían suscitar en nosotros sentimientos de desprecio o de superioridad. Esto provocará en nosotros una verdadera
conversión, porque nos purifica de la convicción de ser mejores, nos impide
caer en la intolerancia religiosa y nos ayuda a recibir la salvación que Jesús
nos ofrece como puro regalo del amor de Dios.
Chiara Lubich
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